Si hay una expresión sospechosa cuando del mundo árabe se trata, es “hoja de ruta”. No porque esté gafada o valga para designar todo y nada, sino porque dignifica vicios antidemocráticos y los pone en circulación con total naturalidad. Una “hoja de ruta” nace de un designio político superior, conocedor de las necesidades de la sociedad y garante autoproclamado de sus derechos.
La hoja de ruta egipcia a la democracia la anunció el general Al Sisi, virtual vencedor de las elecciones presidenciales celebradas ayer y anteayer, al consumar el golpe de Estado del 3 de julio. Aunque nació bajo el signo del autoritarismo, nadie imaginó, ni siquiera los Hermanos Musulmanes, primeros afectados por el golpe, que el grado de represión superaría todos los límites. La masacre de 1.300 opositores en las plazas de Rabaa y Nahda, tan sólo un mes y medio después de la asonada, dejó claro que al régimen no le iba a temblar la mano, pero aun así siguió habiendo voces tibias. Tamarod, el movimiento que se había presentado como aglutinador de la voluntad popular contraria a los Hermanos Musulmanes, cerró filas con los militares, y la pantomima liberadora siguió adelante. “Fuimos unos ingenuos, unos irresponsables”, ha reconocido ahora Moheb Doss, uno de los cinco líderes de la formación. Y ha confirmado algo que muchos, en Egipto y fuera, no querían ver: que el Ejército manipuló desde el comienzo al movimiento contestatario y que compró la voluntad de varios de sus líderes.
En cuanto a la reacción europea a la masacre de agosto, por suerte para Margaret Ashton era periodo vacacional, así que la diplomacia no tuvo que significarse demasiado. Además, las víctimas eran los Hermanos y sus simpatizantes, de los que la UE, como de sus colegas turcos, no acababa de fiarse. A Morsi se le había recibido en Bruselas a regañadientes, pues era antes un islamista que el primer presidente elegido democráticamente en Egipto.
Lo que ha venido después ha sido el cumplimiento escrupuloso de la hoja de ruta militar, que comenzaba con la erradicación de los Hermanos Musulmanes y sus partidarios y proseguía con la de cualquier voz disidente. La nueva Constitución y la ley antimanifestaciones han dado cobertura legal al autoritarismo. La represión policial y militar, con haber superado la de los peores tiempos de Sadat y Mubarak, forma parte de un engranaje más complejo que no rodaría sin la implicación de la judicatura, los medios de comunicación y las llamadas “élites liberales”, que han retomado las riendas del país tras el paréntesis revolucionario.
La complicidad entre estamentos y el silencio internacional han hecho posible el cúmulo de prácticas dictatoriales vividas desde julio. En 10 meses han pasado por las cárceles egipcias 100.000 opositores, otros 25.000 siguen en prisión, y la cifra de muertos y heridos en manifestaciones supera los 30.000. Entre marzo, con 529 condenas a muerte, y abril, con 683, se ha batido dos veces el triste récord mundial de sentencias de muerte en masa. No hay un sólo medio de comunicación que no esté al servicio del régimen y no repita sin rubor los tópicos sobre el patriotismo de Al Sisi y la traición de los Hermanos Musulmanes. Egipto se ha convertido en una trampa para periodistas independientes, a los que, en el mejor de los casos, se encarcela sin cargos (hay al menos 10 periodistas presos, cuando en 2012, con Morsi, no había ninguno, según datos del Committee for Protect Journalists), o en el peor se les asesina impunemente, como ha ocurrido con la joven reportera Mayada Ashraf. Y en una demostración de impudicia, se invita a volver al país a los empresarios corruptos que huyeron con la caída de Mubarak, como el hispano-egipcio Hussein Salem, condenado en ausencia a 15 años de cárcel por estafa al Estado en sus negocios gasísticos, y que en la actualidad negocia la derogación de la condena y el regreso a cambio de una cuantiosa donación a las arcas públicas.
Todo es posible con dinero en el nuevo Egipto de siempre. Saudíes, kuwaitíes y emiratíes han sido los primeros en ponerse en marcha inyectando cerca de 18.000 millones de euros a la maltrecha Hacienda egipcia. Si bien no han servido para que los servicios públicos funcionen o para que no se duplique el precio de los productos básicos, han logrado algo insólito: ¡la desislamización del salafismo de inspiración wahabí! Los salafistas del partido Al Nur, que quedó segundo en las últimas legislativas, se han apresurado a apoyar la candidatura de Al Sisi, a pesar de que según la nueva Constitución, que prohíbe las formaciones de marchamo religioso, deberían estar ilegalizados. Incluso Tony Blair, que no se asocia a las mejores causas, ha afirmado en un discurso que no tiene desperdicio (Why the Middle East matters,23/4/2014) que el islam del Golfo es más moderno, moderado y democrático que el de los Hermanos Musulmanes.
En algo tiene razón Blair: el baremo son los Hermanos Musulmanes. Su ilegalización ha devuelto a la principal organización política egipcia a la clandestinidad, pero, sobre todo, la represión ha liquidado su proyecto de un islamismo democrático y nacionalista, de consecuencias impredecibles para la casta dominante en Egipto. A pesar del llamamiento a la resistencia pacífica de los líderes en prisión o en el exilio, las bases, que sufren cotidianamente la violencia del Estado, cuestionan una vía política inclusiva a la que no ven finalidad: la interlocución con la Junta y el necesario nuevo pacto político son imposibles en el actual contexto, en el que la Hermandad ha sido declarada entidad terrorista y Al Sisi ha repetido hasta la saciedad que no hará concesiones. Si se consuma la exclusión, como todo hace prever, medio Egipto, como poco, quedará al margen del sistema.
La otra mitad del país, y casi todos los Gobiernos extranjeros, prefieren cerrar los ojos y agarrarse a las promesas de Al Sisi de unidad, estabilidad y progreso, a cual más inverosímil. Para los sectores críticos, es una suerte de huida hacia adelante, que a duras penas esconde el sentimiento de fracaso colectivo. Aunque cada viernes las movilizaciones islamistas se repiten, lo cierto es que el desencanto y el temor comienzan a hacer mella. La campaña electoral, tal y como le convenía al régimen, se ha basado en el miedo y la inestabilidad. Los atentados, con frecuencia en los aledaños de las universidades, han servido para alimentar la psicosis colectiva de inseguridad y neutralizar a los estudiantes, que es de quienes proviene el mayor potencial contestatario. A pesar de la violación diaria de los campus, de los arrestos masivos y de la cancelación aleatoria de clases y exámenes, los estudiantes siguen organizando la resistencia y buscando la superación de la brecha islamistas/laicos con que las viejas élites burguesas y militares tienen fracturado al país. Sucede otro tanto en el movimiento obrero, muy activo en ciudades como Mahalla y Helwan, que junto con el de los jóvenes fue el motor de la revolución de 2011. La revolución, debilitada, continúa. El único futuro digno de tal nombre está en sus manos. Las elecciones presidenciales recién celebradas cierran una hoja de ruta diseñada contra ella. Ni Al Sisi ni Hamdeen Sabahi, el candidato comparsa que ha usurpado el discurso de la izquierda naserista, buscaban otra cosa. Al nuevo Egipto que representan le vale con volver al pasado.
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