“El cielo es real”, sostiene el Dr. Eben Alexander, quien después de
sufrir una experiencia cercana a la muerte, en la que su cerebro dejo de
funcionar, ha regresado al mundo convencido de que existe una dimensión
espiritual superior y de que la conciencia no depende del cerebro,
existe más allá del cuerpo y de la muerte.
Las experiencias cercanas a la muerte son uno de los
campos de investigación más interesantes de la neurociencia. En ellos se
escinde una perspectiva dualista de la vida: para la mayoría de los
científicos son un fenómeno que puede explicarse perfectamente a través
de la física (la divinidad y lo espiritual es una experiencia conceptual
generada por el cerebro); pero las personas que han experimentado estos
encuentros cercanos con la muerte, acaso arrasados por la fuerza
intransferible de la experiencia, poco escuchan las voces calificadas de
los hombres de bata blanca y, seducidos por la belleza de sus visiones,
prontamente afirman una realidad espiritual más allá de la muerte.
La muerte es una frontera epistemológica, un poco de
la misma forma que un agujero negro, en tanto a que es difícil (o
algunos consideran imposible) extraer información de ella. Como un túnel
de la conciencia del cual no podemos regresar –más allá del olvido que
presupone la teoría de la reencarnación o de los torpes balbuceos de la
fantasmagoría– la muerte se presenta como el máximo enigma de la
existencia: el silencio en un universo hecho de información donde todo
habla. Sin embargo, tal vez algunas personas puedan cruzar está frontera
y regresar para contar –el secreto que no debe ser revelado. Esto es,
morir por un momento –pero no morir– para ver lo que le sucede a la
conciencia sin el cuerpo.
Existen miles de relatos que sugieren una especie de
campo arquetípico que se activa al coquetear con la muerte –en la
suspensión de las funciones corporales–; pero quizás ninguno ha cobrado
la importancia (y polémica) que la que ha presentado recientemente el
neurocirujano de la Universidad de Harvard, Eben Alexander. El Dr.
Alexander ha escrito un libro Proof of Heaven: A Neurosurgeon’s Near Death Experience and Journey into the Afterlife y
una versión condensada de su experiencia ha sido destacada en la
portada de Newsweek (una de las últimas ediciones impresas de esta
emblemática revista).
Lo extraordinario del caso, evidentemente, es que
vemos a un científico reconocido dentro del mundo de la academia
decantarse sin titubeos por una explicación metafísica de las
experiencias cercanas de la muerte. Y aunque en ocasiones es un tanto
snob e inmerecido otorgar un valor añadido a lo que dice una persona
–sólo por estar legitimado por un sistema de conocimiento como la
ciencia–, lo cierto es que solemos darle una mayor relevancia a las
palabras de alguien como el Dr. Alexander que a las de, por ejemplo, una
vieja mujer religiosa de algún pueblo del Medio Oeste de Estados Unidos
que dice haber visto a Dios en los segundos en los que su corazón se
detuvo.
Como neuro cirujano, yo no creía en el fenómeno de
experiencias cercanas a la muerte. Entiendo lo que le sucede al cerebro
cuando una persona está cerca de la muerte, y siempre creí que existía
una explicación científica adecuada para las visiones celestiales
extracorporales descritas por aquellos que estrechamente escaparon de la
muerte.
Sin embargo, después de 7 días en coma en los que la parte humana de mi cerebro, el neocórtex, estaba desactivado, experimenté algo tan profundo que me otorgó una razón científica para creer en la conciencia después de la muerte.
Todas los argumentos principales en contra de las
experiencias cercanas a la muerte sugieren que estas experiencias son el
resultado de un mínimo, transitorio o parcial malfuncionamiento del
córtex.
Mi experiencia cercana a la muerte, sin embargo, no sucedió cuando mi córtex estaba mal funcionando, sino cuando simplemente estaba apagado. Según nuestro entendimiento actual de la mente y del cerebro, no existe de ninguna manera forma en la que podría haber experimentado incluso la más mínima y oscura conciencia durante mi coma, mucho menos la odisea coherente e hipervívida que atravesé.
Mi experiencia cercana a la muerte, sin embargo, no sucedió cuando mi córtex estaba mal funcionando, sino cuando simplemente estaba apagado. Según nuestro entendimiento actual de la mente y del cerebro, no existe de ninguna manera forma en la que podría haber experimentado incluso la más mínima y oscura conciencia durante mi coma, mucho menos la odisea coherente e hipervívida que atravesé.
Mientras que mis neuronas estaban ofuscadas en
completa inactividad por la bacteria que las había atacado, mi
conciencia libre-de-cerebro viajó a otra dimensión más grande del
universo: una dimensión que nunca soñé que existía.
Después de estas introducción en la que Alexander
busca justificar dentro de un paradigma epistemológico su experiencia
siguen las mieles de un poética descripción de sus visiones de
ultramundo. Reminiscencias de las visiones de Dante, Blake y Swedenborg y
por momentos también de los cielos modernos visitados por psiconautas
bajo la influencia de sustancias psicodélicas como el DMT (generado
naturalmente en el cerebro humano y según algunos especialmente durante
el momento del nacimiento y de la muerte).
Al principio de mi aventura, estaba en un lugar lleno
de nubes. Grandes y frondosas nubes blancas y rosas que relucían
drásticamente contra el cielo azul-negro. Más alto que las nubes
–inconmensurablemente alto- parvadas de luminosos seres diáfanos
arqueaban a lo largo y ancho del cielo, dejando banderolas detrás de
ellos. Formas superiores.
Más raro aún. Por la mayor parte de mi travesía,
alguien más estaba conmigo. Una mujer. Ella era joven, y la recuerdo en
completo detalle. Tenía pómulos pronunciados y ojos de un azul profundo.
Trenzas doradas enarcaban su hermoso rostro. Cuando la vi por primera
vez, estábamos deslizándonos juntos en una superficie de patrones
intrincados que después de un momento reconocí como las alas de una
mariposa. De hecho, miles de mariposas estaban alrededor de nosotros
–vastas olas aleteantes de ellas, internándose en el bosque y
resurgiendo de nuevo.
Sin usar palabras, ella me habló. El mensaje recorrió
mi ser como un viento, e instantáneamente vi que era verdad. Lo supe de
la misma forma que supe que el mundo que nos rodeaba era real –no algo
fantasioso, pasajero e insubstancial.
El mensaje tenía tres partes, y si lo tuviera que traducir al lenguaje terrenal, diría algo así:
“Eres amado y querido para siempre”.
“No tienes nada que temer”.
“No hay nada que puedas hacer que esté mal”.
Vemos aquí indudables imágenes simbólicas,
recurrentes como arquetipos del subconsciente colectivo. La mariposa
ligada al vuelo del alma (desdoblamiento de la diosa Psique). La mujer,
divina guía (madre, hermana y esposa) que en Dante cristalizó el sueño
celeste; alquimia también de la polaridad que permite acceder a las
dimensiones sutiles. Ángeles guardianes y pregoneros de una nueva y más
alta realidad: transparentes puesto que son extensiones del cuerpo
divino que mantiene su unidad en la luz. Asimismo, como suelen desvelar
las visiones del DMT, una clara noción del espacio fractal: las alas de
la mariposa están hechas de miles de mariposas. Una descripción rica en
símbolos y en referencias culturales, que, por otro lado, quizás ante
el asombro, no conserva mucho rigor científico, suponiendo la realidad
de algo solamente por la fuerza y claridad con la que se siente.
Y aquí es que regresamos a esa escisión fundamental entre la razón y la emoción, entre aquello a lo que accedemos a través de lo meramente intelectual y aquello a lo que accedemos usando el sentimiento (acaso todos los sentidos en uno). Generalmente se considera que aquello avalado por el edificio de la razón se acerca con mayor fuerza a lo “verdadero”, pero esto ocurre solamente desde el frío promontorio del análisis a posteriori, la experiencia a casi todos nos dice que lo que sentimos se acerca más a la verdad que lo que pensamos: al menos tiene mayor fuerza, una fuerza inefable.
Y aquí es que regresamos a esa escisión fundamental entre la razón y la emoción, entre aquello a lo que accedemos a través de lo meramente intelectual y aquello a lo que accedemos usando el sentimiento (acaso todos los sentidos en uno). Generalmente se considera que aquello avalado por el edificio de la razón se acerca con mayor fuerza a lo “verdadero”, pero esto ocurre solamente desde el frío promontorio del análisis a posteriori, la experiencia a casi todos nos dice que lo que sentimos se acerca más a la verdad que lo que pensamos: al menos tiene mayor fuerza, una fuerza inefable.
El viaje transceleste continúa:
Me movía constantemente hacia adelante y me descubrí
entrando en un inmenso vacío, completamente oscuro, de tamaño infinito, e
infinitamente confortante. Totalmente oscuro, como era, también
rebosaba de luz: una luz que parecía emanar de un orbe brillante que
ahora sentía a mi lado. El orbe era una especie de “interprete” entre yo
y esa vasta presencia circundante. Era como si estuviera naciendo a un
mundo más grande, y el universo entero era como un vientre cósmico
gigante, y el orbe (que sentía estaba de alguna manera conectado, o
incluso era idéntico, a la mujer que montaba el ala de mariposa) me
estaba guiando en el proceso.
Cada vez que preguntaba algo, las respuestas
prorrumpían instantáneamente en explosiones de luz, color, amor y
belleza que soplaba a través de mi como una ola chocando contra la
playa.
En este último pasaje Alexander se encuentra con lo
que parece el fin de la dualidad, la conjunción de los opuestos. Él
mismo cita al poeta Henry Vaughan “Hay en Dios, algunos dicen, una
oscuridad deslumbrante”. Encontramos también la hipóstasis de la
omnisciencia: un orbe que es una mujer que responde sus preguntas al
instante –es decir que es él mismo: la conciencia universal.
Eben Alexander, después de dejarse transportar por la riqueza descriptiva, intenta explicar científicamente lo sucedido:
La física moderna nos dice que el universo es una
unidad –que yace indiviso. Aunque aparentemente vivimos en un mundo de
separación y diferencia, la física nos dice que detrás de la superficie,
cada objeto y evento en el universo está completamente entretejido con
cualquier otro objeto y evento. No hay verdadera separación.
He pasado décadas como neurocirujano en algunas de
las instituciones más prestigiosas de este país. Sé que muchos de mis
colegas mantienen –como yo lo hacía– la teoría de que el cerebro, y
particularmente el córtex, genera la conciencia y que vivimos en un
universo carente de toda emoción, mucho menos que vivimos en un universo
de amor incondicional como el que ahora sé nos tienen Dios y el
universo. Pero esa creencia, esa teoría, ahora yace rota a mis pies. Lo
que me sucedió la destruyó, y mi intención es pasar el resto de mi vida
investigando la verdadera naturaleza de la conciencia y dando a conocer a
mis colegas científicos y a la gente en general el hecho de que somos
muchísimo más que nuestros cerebros.
La unidad del universo, según argumenta Alexander,
está dada por la física cuántica que señala que en los niveles
constituyentes de la materia, todas las partículas están unidas en
campos y sistemas de entrelazamiento: existe una interconexión
fundamental entre todos los fenómenos de la naturaleza. Algunos
especulan que la conciencia es ese campo cósmico unificador, puente
entre la mecánica cuántica y la relatividad. Esta ciertamente no es la
versión más popular dentro de la ciencia establecida. Como no lo ha sido
el relato experiencial de Alexander. El famoso neurocientífico Sam
Harris argumenta que simplemente no existe forma de corroborar
verdaderamente que “su cerebro estaba apagado” (a lo cual Alexander
responde con datos de sus registros neurológicos en el momento y llama a
leer su libro donde supuestamente presenta evidencia clínica de lo
sucedido). PZ Mayers, del popular blog Pharyngula dice de las visiones
de Alexander “es mierda producida por daño cerebral”.
El año pasado el campo de investigación de las
experiencias cercanas a la muerte tuvo un notable co-descubrimiento
cuando dos neurocientíficos formularon independientemente la teoría de
que el fenómeno podía explicarse por una dilación temporal, esto es, en
el particular estado en el que el cerebro se encuentra cuando está a
punto de entrar en coma, puede ocurrir que un mircosegundo sea percibido
como una extensión de tiempo mucho mayor. Las visiones que ocurren
entonces, con todo su cariz espiritual, no serían más que el resultado
de ese tiempo fractal elástico: es decir no un producto de la divinidad
inherente sino de la relatividad del tiempo-espacio.
Personalmente no considero que la experiencia de
Alexander sea una prueba contundente de la existencia de una dimensión
celestial o de que la conciencia existe más allá de la muerte. Su
experiencia probablemente no difiera de la de miles de personas más que
han tenido un desdoblamiento astral acercándose a la muerte, o sólo
difiere en que esta le ocurrió a un científico respetado. De igual forma
tampoco creo que la ciencia tenga argumentos irrefutables para afirmar
que todo lo que ocurre en estas experiencias –o en algunos otros estados
de conciencia elevada– sea solamente el resultado de una función
cerebral alterada. Hemos explorado en algunos artículos anteriores la
posibilidad de que la conciencia vaya más allá del cerebro, como
sugieren las religiones orientales, y sea una especie de cama universal
sobre la cual se desarrolla el sueño de la realidad. Esta es una de las
grandes interrogantes de la filosofía y de la ciencia moderna: la
naturaleza de la conciencia. ¿Es esl cerebro la cúspide, la punta de
lanza de este fenómeno? ¿O es apenas un órgano más, en una delirante
casa de espejos, generado por esa misma conciencia para observarse a sí
misma? ¿Conciencia más allá de la muerte, es este el verdadero polvo de
la eternidad? ¿Qué es la conciencia? Saber que soy, pero también, ¿saber
que no muero?
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